En el viaje de nuestras relaciones humanas, especialmente en las de pareja, hay una batalla silenciosa que muchas veces se libra dentro de nosotros mismos. No está afuera, ni en el otro, ni en las circunstancias. Está en la forma en que nos hablamos internamente, en las barreras mentales que nos imponemos, en la voz que susurra “no eres suficiente”, “seguro espera algo mejor que tú”, o “te va a lastimar como ya lo hicieron antes”.
Esta forma de autosabotaje no surge de la nada. Casi siempre tiene raíces profundas: una herida de abandono que nunca sanamos del todo, un miedo al fracaso aprendido tras caídas dolorosas, experiencias donde dimos lo mejor de nosotros y no fue suficiente, o donde fuimos ignorados, traicionados, rechazados. El problema no está en haber vivido eso; todos, de alguna forma, hemos sido marcados por momentos difíciles. El verdadero desafío está en no quedarnos atrapados en esa narrativa.
Cuando nos dejamos dominar por el miedo a ser heridos, ponemos una barrera protectora tan gruesa que no dejamos entrar a nadie… pero tampoco salimos nosotros. Y en ese encierro, lo que evitamos por miedo—el dolor—se convierte en nuestro estado constante: vivimos en una anticipación del rechazo que ni siquiera ha ocurrido. Nos alejamos antes de ser dejados, juzgamos antes de ser juzgados, y actuamos como si no mereciéramos lo que deseamos.
Coaching no es decirte que ignores tus heridas, sino invitarte a mirarlas de frente con compasión y valentía. Es reconocerte como una persona completa incluso con tus grietas, porque son parte de tu historia, pero no de tu destino. Eres suficiente. No necesitas convertirte en alguien más para merecer amor, respeto o una oportunidad. Lo que más conecta a las personas no es la perfección, sino la autenticidad.
Y si alguien te ha escogido, si ha decidido caminar contigo, probablemente no lo hizo esperando una versión idealizada de ti, sino desde el amor genuino, desde el deseo de conocerte profundamente y aceptarte tal como eres, con tu historia, tus sombras, tus aprendizajes. Lo hizo para acompañarte, para sanar juntos, para reparar lo que se rompa y volver a intentarlo cada día. Para escogerse mutuamente, no solo cuando es fácil, sino sobre todo cuando es difícil. Para agarrarse fuerte y no soltarse a la primera tormenta.
Una relación sana no nace del disfraz ni del control, sino de mostrarnos tal como somos. Y para eso hay que hacer un acto de fe: confiar en que ser tú mismo no te va a condenar al abandono, sino que es el único camino posible hacia un vínculo real y libre.
Así que la próxima vez que esa voz interna quiera hacerte dudar de ti, escúchala, pero no le obedezcas. Recuérdale que lo pasado ya no manda en tu presente. Tienes derecho a empezar de nuevo. A confiar otra vez. A soltar la culpa. Y sobre todo, a amarte lo suficiente como para no renunciar a una conexión verdadera por miedo a lo que podría salir mal.
Porque a veces, lo único que te separa de lo que sueñas, es la barrera que tú mismo construiste… y que hoy puedes decidir derribar.
Con amor, May.