Por Mayrelin García
En una sociedad cada vez más marcada por la apariencia, donde las redes sociales se han convertido en vitrinas de vidas cuidadosamente editadas, se hace urgente detenernos a reflexionar: ¿cómo estamos midiendo el éxito?
Vivimos rodeados de una competencia silenciosa, y a veces ruidosa, por mostrarse en eventos, pertenecer a círculos exclusivos, acumular posesiones, figurar en listas, en fotos, en titulares. El éxito se ha ido confundiendo con estar… más que con ser. Con proyectar… más que con vivir. En este escenario, la pregunta adquiere más peso: ¿medimos el éxito en función del dinero, de las propiedades, del reconocimiento público, de la validación ajena? ¿O lo medimos en algo más profundo: la salud, la estabilidad emocional, la paz interior, la capacidad de amar y ser amado, de tener vínculos seguros y genuinos?
La forma en que cada persona define y mide el éxito no surge al azar. Está íntimamente ligada a los ejemplos recibidos en la infancia, al entorno en que fuimos formados, con carencias o abundancias materiales, afectivas, éticas, a la escala de valores que internalizamos y al carácter que forjamos con el tiempo. También influye la cultura social dominante: esa que premia el brillo, aunque sea superficial, y castiga la autenticidad si no es rentable.
Para algunos, el éxito puede ser resultado de una trayectoria coherente de trabajo, esfuerzo, estudio, méritos acumulados. Personas criadas en entornos saludables, con principios claros, tienden a asociar el éxito con una evolución profesional y económica legítima, alcanzada sin dañar a otros ni a sí mismos. Se trazan metas, trabajan por ellas y celebran cada pequeño logro como parte de un proceso.
Pero también hay quienes, moldeados por ambientes marcados por la carencia, la desesperanza o la ambición sin límites, pueden asumir una visión distorsionada del éxito. Para ellos, tener vale más que ser. El medio justifica el fin. Y si para tener éxito hay que pisar, fingir, robar, traicionar o vivir una doble vida… lo hacen. Porque su medida no está basada en lo ético, sino en lo aparente. En lo inmediato.
El verdadero reto, entonces, es cultivar una visión del éxito que no dependa de la comparación constante con los demás. Que no se mida en función de cuánto tenemos, sino de cuánto somos capaces de construir, transformar y aportar. Las personas emocionalmente sanas, con valores sólidos y un carácter firme, suelen medir su éxito en términos de crecimiento personal, equilibrio, gratitud y propósito. Son resilientes, humildes, centradas. No sienten envidia porque no compiten con otros, sino consigo mismas. No anhelan tener más que nadie, sino ser mejores cada día. Su medida del éxito es interna, silenciosa, profunda. No necesita testigos.
Medir el éxito no debería ser una competencia, sino una búsqueda interior. Una conversación honesta con uno mismo. Porque al final del camino, lo que realmente define nuestro éxito no es lo que mostramos al mundo, sino lo que sentimos cuando estamos a solas con nuestra conciencia.