En tiempos de soledad, ansiedad y saturación de los sistemas de salud, cada vez más personas recurren a la inteligencia artificial en busca de contención emocional. Aplicaciones con chatbots conversacionales ofrecen frases alentadoras, ejercicios de respiración y respuestas programadas que simulan el apoyo de un terapeuta. Para muchos, esta experiencia ha significado un primer alivio en medio de la espera por atención profesional o del silencio de su entorno.
Las largas listas de espera, la dificultad de acceso a terapia presencial y los costos elevados han empujado a miles de usuarios a entablar conversaciones diarias con inteligencias artificiales, especialmente en momentos de crisis. Algunos encuentran en ellas compañía constante y una vía para verbalizar lo que no se atreven a compartir con nadie más.
Pero el uso de estos bots emocionales no está exento de riesgos. Aunque ofrecen estrategias útiles y acompañamiento básico, no son capaces de identificar una situación de emergencia ni de interpretar las señales más sutiles del sufrimiento humano. Su “empatía” está programada, sus respuestas limitadas, y su capacidad de acción ante un peligro real, prácticamente nula.
Aun así, en muchos contextos, los chatbots están cumpliendo un rol temporal valioso: ofrecen alivio inmediato, reducen la sensación de aislamiento y brindan herramientas sencillas para gestionar el estrés cotidiano. No sustituyen al terapeuta humano, pero pueden ser una antesala, una guía provisional o un puente hasta que llegue la ayuda real.
En este nuevo escenario, el desafío no está solo en la tecnología, sino en cómo la usamos. Es urgente garantizar salvaguardas éticas, privacidad y claridad sobre los límites de la inteligencia artificial en el ámbito emocional. Porque cuando se trata de salud mental, la comprensión auténtica, el acompañamiento compasivo y el silencio compartido siguen siendo profundamente humanos.
