Por Mayrelin García
La Constitución dominicana define quién puede ocupar la Presidencia, y todo dominicano o dominicana que cumpla dichos requisitos y esté dentro del sistema político, tendría el derecho a aspirar, en una primera etapa como pre-candidato o pre-candidata en una organización partidaria. Sin embargo, gobernar una nación como la nuestra exige algo mucho más profundo y complejo: el arte de liderar. Y liderar un país es cuestión de carácter, visión y compromiso genuino con el bien común.
En estos tiempos, vemos cómo muchas figuras, tras algunos aplausos o notoriedad mediática, se convencen de que están listas para ocupar el más alto puesto político. Vivimos en la era de las redes sociales, donde la popularidad puede ser efímera y las cámaras multiplican rostros, aunque no siempre ideas. Pero liderar un país no es un espectáculo, ni es sinónimo de arrastrar multitudes. Es cargar sobre los hombros el destino de millones de personas, en un contexto donde cada decisión afecta vidas reales.
El ego es el enemigo silencioso del liderazgo. Creer que unos cuantos halagos, una encuesta favorable o un entorno adulador bastan para legitimar una candidatura presidencial es un error que puede costar caro a cualquiera. Liderar implica saber escuchar, incluso las críticas más duras. Implica rodearse de personas que se atrevan a decir verdades incómodas, que adviertan riesgos, que cuestionen decisiones. Quien aspira a liderar un país debe aprender a distinguir entre el apoyo auténtico y el aplauso interesado.
La verdadera legitimidad para aspirar a liderar la República Dominicana no debe nacer de la ambición ni del deseo personal. Se construye con hechos cada día, trayectoria, servicio público/privado y coherencia. Un liderazgo legítimo se cimienta en haber demostrado siempre, en distintos escenarios, la capacidad de anteponer los intereses colectivos sobre los individuales. Hoy, la ciudadanía dominicana está más alerta, más informada y menos dispuesta a dejarse seducir por discursos huecos o carisma vacío.
Desde lo político, quien aspire a liderar el país necesita dominar el funcionamiento del Estado, saber cómo operan las instituciones, y tener la habilidad de negociar en un Congreso plural, de articular alianzas, y de sostener la estabilidad democrática aun en tiempos turbulentos. No se trata solo de ganar procesos internos, sino de estar preparado/a para gobernar, de ser capaz de gestionar diferencias y construir consensos.
En el plano social, se requiere sensibilidad genuina. Liderar es entender las múltiples realidades que conviven en un país tan diverso como el nuestro. Es tener conciencia de que cada decisión afecta la vida de millones: madres solteras que luchan por sacar adelante a sus hijos, jóvenes en busca de empleo, envejecientes que esperan una pensión digna, empresarios que arriesgan capital, campesinos que requieren mercados para sus cosechas. No hay espacio para el narcisismo ni para un liderazgo distante o de grupo.
En el plano personal, liderar exige equilibrio emocional. Se necesita serenidad para enfrentar las crisis, humildad para reconocer errores, y disciplina para resistir la tentación de gobernar con impulsos. Y, por sobre todo, integridad. Nuestro país ha pagado caro el precio de la corrupción que vivimos/evidenciamos hace años y se ha arrastrado en la cultura social y política. El liderazgo debe sustentarse en principios éticos sólidos, no solo en quien lidera, sino en quienes le acompañan.
Intelectualmente, quien aspira a liderar debe ser una persona culta, capaz de comprender los retos contemporáneos: globalización, cambio climático, avances tecnológicos, migración, seguridad, transformaciones sociales. Se debe también tener la humildad de rodearse de especialistas y tener la disposición de aprender sin cesar.
Y en cuanto al liderazgo propiamente dicho, quien lidera un país no solo administra recursos o firma decretos. Da sentido, inspira confianza, marca el rumbo. Debe saber comunicar incluso en medio de malas noticias, y ser capaz de unir a la nación, en lugar de dividirla. El verdadero liderazgo se construye con el ejemplo, con coherencia entre lo que se dice y lo que se hace.
Liderar un país, en definitiva, no es cuestión de género, no es patrimonio ni privilegio de hombres, es también espacio para lideresas, para mujeres. Es una responsabilidad enorme que demanda carácter, preparación, compromiso y una genuina vocación de servicio. No basta con querer. No basta con discursos. Liderar significa estar dispuesto/a a trabajar incansablemente y a poner siempre el interés nacional por encima de cualquier ambición individual.
En este sentido, es justo reconocer que el liderazgo de nuestro presidente Luis Abinader dejará la vara alta. Ha demostrado que liderar es trabajar sin descanso, mantener la serenidad en la tormenta, y buscar siempre la institucionalidad y la transparencia. Ha mostrado un estilo de gobernar basado en la cercanía y la apertura al diálogo, algo que marca un estándar exigente para quienes aspiran a sucederle.
En mi partido, el PRM, existen hombres y mujeres con condiciones valiosas. Pero hay que reconocerlo con franqueza: se cuentan con los dedos de una mano quienes hoy poseen las verdaderas cualidades para concertar las fuerzas internas y externas y para continuar y mejorar el legado de nuestro presidente Abinader. Porque liderar un país no es un derecho adquirido, sino un mérito que se gana, día a día, demostrando visión, compromiso y una profunda vocación de servicio.
Mucho de esta reflexión aplica a cualquier aspirante de cualquier partido, sin embargo, en el mío, reitero que aunque existen figuras valiosas y todos/as somos libres de tener preferencias, hay una corriente que brilla como el sol.