Por Mayrelin García
Cada 3 de diciembre el mundo conmemora el Día Internacional de las Personas con Discapacidad. Aunque me adelante a la fecha, lo hago con plena conciencia: la inclusión es un tema del que no podemos cansarnos de hablar ni darnos el lujo de silenciar, porque a miles de dominicanos aún se les niega de alguna forma, en la práctica, una vida plena, autónoma y segura. Esta es una causa que he abrazado desde hace años, aportando desde mis posibilidades, involucrándome donde se me permite y levantando la voz en cada espacio disponible. Y en ese camino he confirmado algo que duele reconocer: la inclusión sigue siendo un desafío profundamente cultural. Algunos la ignoran por desconocimiento; otros, porque no les interesa; muchos la reducen a una fotografía. Pero, por suerte, hay quienes —aunque todavía son pocos— la asumen como una agenda seria, prioritaria y cotidiana.
En nuestro país, cerca del 12 % de la población vive con algún tipo de discapacidad. Detrás de esa cifra hay nombres, talentos, familias enteras y sueños que se ven limitados por barreras físicas, institucionales y culturales que no deberían existir. Por eso la inclusión no es un favor ni una muestra de sensibilidad ocasional: es un derecho fundamental reconocido por nuestra Constitución, por la Ley 5-13 y por la Convención de la ONU. Garantizar igualdad de oportunidades en educación, empleo, salud, movilidad, participación política y acceso a la vida comunitaria no es un gesto, es una obligación.
Aunque el marco normativo es robusto, su aplicación real sigue siendo el gran desafío. Por eso son tan relevantes las acciones concretas que transforman la vida diaria. La reciente intervención realizada por la Alcaldía del Distrito Nacional junto a APAP es un ejemplo de lo que sí se puede hacer cuando la voluntad se combina con visión técnica: 22 intersecciones rehabilitadas, con semáforos sonoros, aceras podotáctiles, rampas adecuadas, esquinas protegidas y señalización especial. Ese proyecto —reconocido internacionalmente— no solo adecua espacios; devuelve autonomía. No solo mejora la ciudad; la hace más justa.
A esto se suman otras acciones pioneras del Distrito Nacional, la ordenanza para eliminar barreras arquitectónicas, la creación del primer Departamento de Inclusión municipal del país, la incorporación de lengua de señas en actos oficiales, la capacitación del personal para atenciones inclusivas y la adecuación progresiva de parques y edificios públicos. Nada de eso ocurre por casualidad; ocurre porque hay convicción.
También es justo resaltar el trabajo del presidente actual del CONADIS, el entusiasta compañero Benny Metz, quien, en menos de un año, ha demostrado compromiso para reordenar políticas, coordinar instituciones y actualizar planes de trabajo. Sin embargo, ninguna estrategia, por bien diseñada que esté, puede sostenerse sin el apoyo de toda la sociedad. La inclusión es una responsabilidad del Estado, sí, pero también de las empresas, de la academia, de las comunidades, de las iglesias y de cada uno de nosotros. Es un cambio cultural que implica dejar atrás miradas asistencialistas y reconocer la discapacidad como parte natural de la diversidad humana.
La técnica nos explica cómo construir una sociedad accesible: rampas con medidas normativas, señalización adecuada, protocolos de atención, ajustes razonables en el trabajo y la escuela, semáforos con señal auditiva, entornos digitales accesibles. Pero la sensibilidad nos recuerda por qué importa hacerlo: porque nadie debería sentir miedo al desplazarse; porque todos merecemos ser vistos; porque la autonomía dignifica; porque la exclusión duele y empobrece, no solo a la persona sino también a su familia y a la sociedad en su conjunto.
He sido testigo directo de lo que significa incluir y también de lo que significa excluir. Y puedo afirmar con plena convicción que cada espacio accesible es una oportunidad, cada política bien implementada es una reparación y cada gesto institucional coherente es un acto de justicia. La inclusión no solo transforma a quienes la necesitan, transforma a quienes la practican.
Por eso, más que esperar al 3 de diciembre, el llamado es a comprometernos cada día. A replicar lo que funciona, a exigir lo que falta, a sumar voluntades, a acompañar a quienes lideran con valentía y a involucrarnos en cada espacio posible. La inclusión no es un día ni un discurso: es una consciencia pendiente de construir. Y construirlo es un deber que nos convoca a todos, esto incluye a los gobiernos locales como actores y ejecutores primarios de las políticas públicas en los territorios.
La articulista es especialista en Planificación y Políticas Públicas, actualmente Subsecretaria General de la Liga Municipal Dominicana.



