Por: Dr. Rafael Guerrero Peralta
El llamado Destino Manifiesto, lejos de ser un vestigio del siglo XIX, continúa influyendo de manera decisiva en la política exterior de los Estados Unidos. Nacido como una doctrina que justificó la expansión territorial y el liderazgo continental estadounidense, este concepto ha mutado con el tiempo hasta convertirse en una lógica estructural de poder, hegemonía y primacía estratégica.
En el siglo XXI, esta visión resurge con fuerza bajo la presidencia de Donald J. Trump, no como un proyecto de conquista territorial, sino como una estrategia de soberanía sin concesiones, realismo de poder y control funcional del orden internacional. Su consigna “America First” sintetiza una versión moderna del Destino Manifiesto, adaptada a un mundo globalizado, competitivo y marcado por el desgaste del multilateralismo.
Trump no cuestiona el liderazgo de Estados Unidos; cuestiona el costo de ejercerlo bajo reglas que, a su juicio, limitan la libertad estratégica de su país. Desde esta óptica, los tratados, los organismos internacionales y las alianzas tradicionales solo tienen valor en la medida en que generen beneficios concretos para el interés nacional estadounidense.
Uno de los rasgos más visibles de esta reinterpretación es el uso del poder económico como arma geopolítica. Aranceles, sanciones, guerras comerciales y control tecnológico dejan claro que la economía ya no es un espacio neutral, sino un instrumento de presión estratégica. Este enfoque ha tenido efectos directos sobre regiones altamente dependientes del mercado estadounidense, entre ellas América Latina y el Caribe.
En el plano militar, la estrategia se basa en la disuasión y la fuerza visible. No se trata de exportar democracia ni de reconstruir Estados fallidos, sino de imponer límites claros a aliados y adversarios. El mensaje es inequívoco: Estados Unidos lidera desde la fuerza, no desde la complacencia.
El resultado de esta visión es un orden mundial jerárquico. En la cúspide se sitúa Estados Unidos; luego, aliados útiles y confiables; más abajo, Estados ambiguos; y finalmente, adversarios estratégicos. Las relaciones internacionales dejan de estar guiadas por ideales compartidos y pasan a estructurarse como relaciones de poder.
Para América Latina y el Caribe, este giro estratégico tiene implicaciones profundas. La región vuelve a ser vista como un espacio de interés vital, no por razones ideológicas, sino por amenazas concretas: narcotráfico, crimen organizado transnacional, migración masiva y fragilidad institucional. La cooperación internacional se vuelve condicionada: apoyo a cambio de resultados medibles en seguridad y gobernanza.
En este contexto, la República Dominicana ocupa una posición particularmente relevante. Su ubicación geográfica la convierte en un punto clave entre América del Sur productora de drogas, el Caribe y los grandes mercados de consumo. Bajo una lógica de realismo estratégico, el país es evaluado por su capacidad de control institucional, su cooperación en materia de seguridad y su manejo responsable de fenómenos sensibles como la migración irregular.
Aquí, la soberanía no se proclama; se demuestra. Se demuestra con instituciones fuertes, con respeto al Estado de derecho y con una política de seguridad clara y coherente. En un mundo cada vez más competitivo y jerárquico, la debilidad institucional no genera comprensión, sino presión externa.
El Destino Manifiesto no ha desaparecido. Ha cambiado de forma. Hoy se expresa como control de flujos estratégicos, hegemonía funcional y ejercicio directo del poder. Comprender esta realidad no es un ejercicio académico, sino una necesidad para los Estados que aspiran a preservar su soberanía y su capacidad de decisión.
Para la República Dominicana y para América Latina, el desafío es claro: fortalecer el Estado, combatir sin ambigüedades el crimen organizado y actuar con inteligencia estratégica. La historia demuestra que los Estados débiles no imponen condiciones; las reciben.
Ese es el mundo real. Y es en ese mundo donde debemos saber movernos.



