Por Redacción Pincel
El reciente atentado contra el precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay ha sacudido a Colombia en lo más profundo de su historia política. El senador de 39 años del partido Centro Democrático fue herido de bala este 8 de junio durante un acto público en Bogotá, lo que ha encendido todas las alarmas en un país que todavía recuerda con dolor los años más oscuros de su violencia electoral.
A las afueras de la clínica donde permanece ingresado, ciudadanos han encendido velas, llevado flores y orado por su recuperación, en un gesto que va más allá del apoyo político y refleja la angustia de una sociedad que, aunque ha avanzado, aún convive con las sombras de su pasado.
Las investigaciones en curso apuntan a un atacante menor de edad ya detenido, mientras las autoridades evalúan si el crimen tuvo motivaciones políticas, partidarias o si forma parte de una estrategia más amplia de desestabilización.
Este hecho ocurre en un momento de alta tensión institucional. El presidente Gustavo Petro, primer mandatario de izquierda elegido en la historia del país, se enfrenta a una fuerte oposición parlamentaria que ha frenado varias de sus reformas, especialmente la laboral. Su decisión de convocar una consulta popular por decreto —tras el rechazo legislativo— ha sido calificada por sectores políticos como un intento de romper el orden constitucional.
Miguel Uribe Turbay fue una de las voces más críticas de esa medida. Horas antes del atentado, había anunciado que demandaría a los ministros que firmaran el decreto. En contraste, Petro había advertido públicamente que quienes no firmaran serían removidos de sus cargos. Este cruce de declaraciones agravó un ambiente político ya polarizado.
En redes sociales, figuras opositoras y miembros de la comunidad internacional, como el secretario de Estado estadounidense Marco Rubio, han condenado el atentado y cuestionado el discurso agresivo del gobierno colombiano. Mientras tanto, el presidente Petro ha rechazado que se politice el dolor de la víctima y ha insistido en que su gobierno no promueve la violencia.
El episodio ha despertado dolorosos recuerdos de finales de los años 80 y principios de los 90, cuando Colombia fue escenario de asesinatos políticos como los de Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro. Sin embargo, analistas y organizaciones como la Fundación Paz y Reconciliación aclaran que, aunque existen similitudes, el país no vive hoy el mismo nivel de sometimiento al crimen ni a las mafias.
De hecho, la tasa de homicidios en Colombia ha descendido notablemente en las últimas décadas. En 1990 superaba los 70 asesinatos por cada 100 mil habitantes; en 2024, la cifra se situó en 25,4, la más baja en cuatro años, según Insight Crime.
Pero los números no siempre calman los temores. Para una sociedad que aún no ha superado las heridas del conflicto armado ni el estigma de la violencia política, este atentado representa mucho más que un hecho aislado: es un llamado urgente a proteger la democracia, a rechazar la retórica del odio y a construir un clima político donde el disenso no se pague con sangre.
La experiencia de Colombia interpela a toda América Latina, y nos incluye a todos los países, donde también se han vivido episodios de tensión política, aunque sin llegar a estos extremos. Casos como este refuerzan la necesidad de fortalecer las instituciones democráticas, blindar los procesos electorales y promover un debate político firme pero respetuoso.
Más allá de ideologías, proteger la vida de quienes aspiran a cargos públicos es proteger la democracia misma. El caso de Miguel Uribe Turbay es un recordatorio de que el pasado no debe repetirse. Y que en tiempos de polarización, el diálogo y el respeto son los únicos caminos legítimos.