El enojo, con fundamento o sin el, termina dañando a quien lo padece. Sentirlo se torna inevitable, y es que nuestra naturaleza nos compromete de vez en cuando en tenerlo encima, pero debemos darle la calidad de efímero, para que no alcance la categoría de resentimiento, prolongado estado emocional que nos amarra el alma y nos produce llagas incurables, muchas veces sin justificación valedera.
El resentido trae sobre sus hombros una pesada carga, capaz de robar sus mejores momentos, esto por no quitarse esa terrible venda, la que lo sume en un mundo de oscuridad, donde no se asoma un rayo de amor. Castigarse constantemente en ocasión de alimentar la posibilidad de hacer algún grado de maldad, a quien pensamos nos hizo daño en épocas pasadas, es simplemente adquirir y mantener la capacidad de convertirnos en esclavos de nuestras propias maquinaciones.
En esa realidad espantosa, se sumergen muchos seres humanos, imbuidos en una suerte de pretender el mundo para si, sin reparar en afectar hasta su propia sangre si es necesario, colocándose muy cercano a los llamados sádicos, esos que disfrutan con el dolor ajeno, no escatimando esfuerzo en su actitud de humillar y dañar.
Existe una gama de adornos ocultos en torno a ese nefasto modo vivendi, como son fingir aprecio, desear cosas bonitas, mientra en sus adentros, los carcome un repudio visceral, puesto de manifiesto de manera artera en toda oportunidad que se presenta. El resentido, por más elevado que esté en el orden material, es un pobre infeliz que merece conmiseración, ya que no tiene chance para ver o disfrutar lo que podrían ser sus realizaciones, dedicando la mayor parte de su tiempo en planificar una que otra travesura al que trae enganchado en su piel cual desagradable tatuaje.
Tengo una edad mediana, y puedo decir que he visto mucho sobre ese particular, alguien que ha experimentado enojo por razones diversas, pero abierto al perdón como condición que redime, evitando por todas las vías posibles, que se albergue la perniciosa condición señalada. Sería perder el tiempo, quitarle majestuosidad a nuestros días, rueda que debe ir adelante sin el cambio de reversa, colocándola, si acaso, sólo para indicar que hemos olvidado o desenredado toda atadura que nos robe la paz.
Onofre Salvador Fulcar
Abogado y locutor