Amar no es un acto espontáneo ni una emoción pasajera, es una energía que no puedes explicar ni controlar, pero que vive dentro de ti. Es una decisión que se renueva cada día, una promesa silenciosa de honrar lo que sentimos incluso cuando la vida se vuelve compleja. El amor verdadero no se sostiene solo con besos y caricias; se fortalece con perdón, con comprensión, con la capacidad de sanar juntos y de mirar con ternura al ser amado incluso en medio del desencuentro.
Amar es, sin duda, una forma de magia, pero también es consciencia. Es entender que la persona que elegimos no es perfecta, pero el amor la hace perfecta para nosotros. Es ser refugio del otro y, al mismo tiempo, encontrar en él nuestro propio abrigo.
Alguien me dijo hace poco que “amar es una palabra muy grande”, y tiene razón. Es inmensa, porque solo el amor nos enseña a mirar con ojos de piedad, de paciencia, de aceptación y de superación. Solo el amor nos hace permanecer más allá de las virtudes, abrazando también los defectos. Nos permite ver la esencia del otro más allá del romanticismo o del idealismo, y nos conecta con algo más profundo: ese fuego que no solo quema el cuerpo, sino que también enciende el alma.
Solo el amor verdadero nos hace sentir que respiramos el mismo aire, y que sin esa persona algo dentro de nosotros se apaga, sin el ser amado sientes que te ahogas. Nos da paz incluso en medio de nuestras pequeñas guerras, nos hace sentir al otro como hogar, aun cuando el mundo parezca desordenado.
El amor espera. El amor es solidario. El amor perdona. No busca culpables, sino caminos para reencontrarse. Renace cada día, más allá de nuestras carencias y sabotajes. Porque el amor, cuando es verdadero, no siempre se entiende con palabras: simplemente se elige, una y otra vez, incluso por encima de uno mismo.
Amar es un sentimiento muy fuerte y una decisión consciente. Amar es querer compartirlo todo, contigo todo y sin ti, nada.
