Jesucristo era judío, no ario, sin embargo eso no lo tenía claro Heinrich Himmler la tarde en que efectuó una visita relámpago al monasterio de Montserrat, el 23 de octubre de 1940, el mismo día en que Hitler se entrevistaba en Hendaya con Franco.
El reichsführer de las SS, acompañado de dos docenas de oficiales y del general Karl Wolff, experto en esoterismo y ciencias ocultas, buscaba en el Santo Grial el talismán que le otorgara poderes e hiciera ganar la guerra a Alemania. Aunque todo esto resulte de lo más chocante, Himmler creía que la copa que Jesús utilizó en la última cena y que ha formado parte de las leyendas artúricas estaba en Montserrat, convencido de que el monte catalán era el Montsalvat de Parsifal, de Wagner. Se llevó seguramente uno de los mayores chascos de su vida después de que los monjes le insistiesen en que su único grial era la Moreneta y la costumbre, besarla.
El historiador Rüdiger Safranski recuerda en Romanticismo cómo Himmler planificaba una imposición de lo ario a gran escala en los territorios orientales conquistados. Para esclavizarlos, había estudiado la mitología germánica, consciente de que a la germanofilia romántica le faltaba lo decisivo: biologismo y racismo. Impulsor del Ahnerbe, el siniestro instituto nazi de investigaciones arqueológicas, se empeñó en encontrar pruebas que confirmaran la supuesta superioridad de la raza aria en todo el mundo y poder justificar de esta manera el genocidio que le costó la vida a millones de seres humanos.
La visita a Montserrat del jefe de las SS, un episodio curioso y sintomático de la demencia nacionalsocialista, está recogida con detalles en el reportaje Los vimos pasar, de Juan Sariol y Jaime Arias, publicado en 1948 después de la derrota de Hitler y, también, por Montserrat Rico en su novela La abadía profanada. Posiblemente nada de lo que ocurrió se habría sabido sin el testimonio del padre Andreu Ripol, el entonces jovencísimo monje que sirvió de guía a Himmler y arrojó un jarro de agua fría sobre sus expectativas. Ripol, que se expresaba perfectamente en alemán, tuvo aquel día la responsabilidad de enfrentarse a la alucinación aria, después de que el abad del monasterio, Antoni M. Marcet, se negase a recibir al jefe nazi, debido, presumiblemente, a la persecución de la Iglesia católica que estaba llevando a cabo el III Reich. El joven monje quiso enseñarles a los visitantes la abadía, pero Himmler sólo buscaba la constatación de su loca idea del Grial y quería explorar cuanta documentación hubiera en la biblioteca del cenobio. Cuando pasaron por delante de la imagen de la Virgen negra, Ripol explicó que besarla era lo acostumbrado y Himmler respondió que ya se encargaría él de acabar con ese tipo de supersticiones. El nazi, como más tarde contó el propio monje, insistía en su obsesión de que Jesucristo era ario por la vía de Jacob, y Ripol con una sonrisa beatífica le aclaraba que todo se trataba de un invento suyo. Ni la abadía de Montserrat era depositaria de la reliquia de la última cena, ni de documento alguno que sirviera para probar la filiación de Perceval, héroe griálico. Himmler se marchó del monasterio, como es de suponer, con el rabo entre las piernas.
La incursión de las SS en el monte sagrado de Cataluña coincidió en la misma fecha en que Hitler había recorrido el camino más largo hasta Hendaya para obtener de Franco el conocido compromiso de intervención española en la guerra, algo que jamás se produjo. De hecho, el jefe de la «policía negra» había llegado a Madrid dos días antes para preparar la entrevista en El Pardo. El 23, Himmler voló a Barcelona. Le recibió en el aeropuerto el alcalde, Miguel Mateu i Pla, y, al igual que había sucedido en la capital de España, las principales calles de la ciudad se llenaron de banderas nazis. Los Coros y Danzas de la Sección Femenina bailaron ante él en el Poble Espanyol. Después, almorzó en el Ritz y saludó desde el balcón de su suite a una multitud que le aplaudía. De allí partió a Montserrat y del monasterio volvió al hotel de Barcelona, que abandonó a la mañana siguiente, dicen que sin la maleta negra que portaba los planos y documentos sobre el Grial, que perdió en el Ritz y cuyo robo se ha atribuido a los servicios de espionaje británicos, la resistencia francesa e incluso a la mediación de Bernard Hilda, el músico de origen judío que no cansó de combatir a los nazis tras verse obligado a huir de ellos.
El 23 de octubre no fue la mejor de las fechas para el III Reich: al mismo tiempo que desaparecía el maletín negro de Himmler, su jefe, el Führer, perdía la paciencia en Hendaya con aquel «hombrecillo ingrato y cobarde», del que más tarde dijo que preferiría que le arrancaran media docena de dientes sin anestesia antes de volver a entrevistarse con él.
LUIS M. ALONSO
Foto: Himmler saluda a Andreu Ripol en el monasterio de Montserrat.