La muerte del Papa Francisco deja una huella profunda en la historia de la Iglesia Católica y en la memoria colectiva del pueblo argentino. Jorge Mario Bergoglio, el primer Papa latinoamericano, elegido en 2013, nunca regresó a su tierra natal durante los doce años que duró su pontificado. Una ausencia que muchos sintieron como un vacío inexplicable y que se convirtió en una pregunta sin respuesta para millones: ¿por qué el Papa nunca volvió a Argentina?
Desde Roma, Francisco mantuvo su cercanía con el país que lo vio nacer. Seguía las noticias con atención, intercambiaba cartas con viejos amigos, hablaba de fútbol, tango y política. Recibía con afecto a delegaciones de compatriotas y se mantenía informado de los acontecimientos locales. Su corazón, como dijeron algunos, nunca dejó de ser argentino. Sin embargo, físicamente, nunca más volvió a pisar suelo nacional desde aquel viaje al cónclave en 2013 que terminó cambiando su vida y la historia de la Iglesia.
Muchos creyeron que se reservaba Argentina para el final de su misión, como un cierre simbólico. Otros sostienen que nunca regresó porque sabía que su presencia podía ser utilizada como herramienta política en un país profundamente dividido. El Papa quería unir, no prestarse a nuevas fracturas. Su idea era regresar cuando pudiera contribuir a una reconciliación nacional, a una superación de la grieta, algo que nunca sintió que fuera posible durante su pontificado.
El desencanto creció con los años. En 2013, su elección fue motivo de orgullo. Un argentino en el trono de San Pedro. Pero con el tiempo, su imagen se erosionó. Encuestas revelaron una baja sostenida en su aprobación dentro del país. Sus gestos hacia ciertos líderes políticos, sus críticas al sistema económico, su visión social de la Iglesia, generaron malestar en sectores conservadores y desconfianza en otros más liberales que esperaban reformas más profundas.
Las críticas cruzadas vinieron desde todos los frentes. Unos lo acusaron de “pobrismo”, otros de no hacer lo suficiente. Algunos lo tacharon de kirchnerista, otros de peronista, aunque él mismo se encargó de negar cualquier afiliación. No obstante, fue blanco de sospechas, especulaciones y rechazos. A diferencia de otras figuras argentinas universales como Maradona, Messi o la reina Máxima, Francisco no volvió a casa. Y eso pesó.
Para buena parte del pueblo, especialmente en los sectores populares, esa ausencia no fue motivo de reproche. Lo siguieron admirando como el Papa que hablaba claro, que predicaba la humildad, que caminaba con los pobres, que defendía la justicia social y cuidaba de la casa común. En esos rincones del país, su voz sí llegó, aunque su avión nunca aterrizara.
Francisco fue el Papa del mundo. Su misión no era sólo argentina, era global. Su liderazgo espiritual alcanzó a creyentes y no creyentes, su ejemplo inspiró a jóvenes, líderes sociales, comunidades desplazadas, y millones de personas que vieron en él una figura cercana y coherente. Y tal vez por eso decidió no volver. Porque su lugar ya no estaba en una sola nación, sino en la humanidad entera. Quizás, como dijo uno de sus amigos más cercanos, estaba reservando Argentina para el final de su camino. No pudo ser.
Con su partida, queda el silencio de esa visita que nunca ocurrió. Pero también queda su voz, su ejemplo, su papado cargado de gestos poderosos. Francisco no necesitó regresar para ser recordado. Porque, como él mismo dijo en una ocasión: “Uno nunca se va del todo de donde ama”. Y en ese sentido, aunque no haya vuelto, nunca se fue.