Por Mayrelin García
Durante años, la lucha contra la corrupción en nuestro país estuvo condicionada por una pregunta no escrita, pero siempre presente: ¿hasta dónde puede llegar la justicia cuando los investigados están cerca del poder? Esa interrogante marcó generaciones de desconfianza, escepticismo ciudadano y una percepción generalizada de impunidad que debilitó la institucionalidad democrática.
Uno de los cambios más relevantes que ha vivido nuestro país en los últimos años no radica en la ausencia de irregularidades —porque ningún sistema público está exento de ellas— sino en una decisión política distinta y trascendental: permitir que los órganos de justicia actúen sin tutela ni interferencia del Poder Ejecutivo.
Gobernar no es solo tomar decisiones visibles; también implica saber cuándo no intervenir. Y en un país con una larga tradición de controles informales sobre la justicia, esa renuncia al poder de influir resulta, paradójicamente, una de las formas más responsables de ejercer el poder.
La independencia real del Ministerio Público no se proclama; se demuestra. En el contexto actual, se demuestra cuando las investigaciones avanzan sin distinción de apellidos, cargos o cercanía política. Se demuestra cuando los procesos judiciales no se detienen por conveniencia, no se negocian en silencio ni se diluyen en el tiempo. Y se demuestra, sobre todo, cuando el poder asume el posible costo político —e incluso personal— que implica no proteger a quienes tradicionalmente (en otros gobiernos) habrían sido considerados intocables.
Este enfoque ha contribuido a romper una cultura profundamente arraigada: la idea de que la institucionalidad se debilita cuando se investiga a quienes forman parte del propio gobierno. En realidad, ocurre exactamente lo contrario. Las instituciones se fortalecen cuando se someten al escrutinio, cuando se corrigen y cuando se obligan a rendir cuentas.
Desde esta perspectiva, la gestión de nuestro presidente Luis Abinader ha introducido un cambio de lógica en la relación entre poder y justicia. No se trata de un gobierno que persiga, sino de un gobierno que no impide. No se trata de protagonismo político en los procesos judiciales, sino de un respeto claro y sostenido a la autonomía institucional.
Este nuevo marco envía un mensaje inequívoco a toda la administración pública: el cargo no protege, la cercanía no exime y la lealtad o afinidad política no sustituye, bajo ninguna circunstancia, la responsabilidad legal. Ese mensaje, sostenido en el tiempo, debe tener un efecto pedagógico sobre el ejercicio del poder y sobre la conducta de quienes administran recursos públicos.
La lucha contra la impunidad no es perfecta. Es un proceso complejo, con tensiones, errores y aprendizajes. Pero cuando se establece como principio que la justicia puede actuar sin permiso político, se produce un cambio estructural que trasciende una gestión específica y eleva el estándar democrático del país.
Desde mi mirada, este es uno de los aportes más significativos del gobierno: demostrar que la credibilidad del Estado no se construye protegiendo, negando o relativizando, sino dejando que las instituciones cumplan su rol.
Porque, al final, la verdadera fortaleza del poder no está en controlar la justicia, sino en respetarla. Y cuando eso ocurre, se materializa, de manera concreta, la ruptura con la impunidad.
La articulista es experta en Planificación, Estrategia y Políticas Públicas. Actualmente Subsecretaria General de la LMD y Directora de Planificación del PRM.



