Por Mayrelin García
En el ámbito político y social, también en el empresarial, existe una diferencia fundamental entre ser una autoridad y ser un líder, una distinción que a menudo pasa desapercibida. Las autoridades, por definición, son aquellas personas que ocupan cargos de poder formal, sea por designación del poder ejecutivo o por elección popular, posiciones desde las cuales se toman decisiones que impactan a la sociedad en su conjunto, por grande o pequeña que sea su incidencia. Sin embargo, no siempre la investidura de un cargo garantiza el liderazgo. En contraste, los verdaderos líderes son aquellos que, independientemente de si ocupan o no una posición de poder, logran movilizar, inspirar y guiar a las personas hacia una visión compartida, siendo además ejemplo de capacidad, de vocación, de integridad y de muchos otros valores humanos y competencias profesionales que se deben tener para ocupar un cargo.
Es común ver a figuras políticas que, al asumir un cargo público, carecen de la capacidad de influir positivamente en sus seguidores, o en sus colaboradores institucionales o en la sociedad en general. Este tipo de autoridades basan su legitimidad únicamente en el título que ostentan, pero carecen del compromiso, la visión o el carisma necesarios para ser líderes efectivos. Figuras que, pese a su poder formal, no logran conectar con las necesidades reales que debe cubrir el ejercicio de su cargo, ni inspirar confianza ni cambios reales en su entorno.
Por otro lado, surgen líderes que, sin tener ningún tipo de autoridad formal o titularidad institucional, son quienes realmente guían y motivan a los demás. Estos líderes, aunque no necesariamente posean el título o el poder oficial, tienen la capacidad de generar cambios y de ganarse el respeto de sus pares y de las personas que genuinamente realizan un trabajo en la institución o en la comunidad, según sea el caso. Su influencia se basa en su capacidad para conectar con las personas, en su compromiso con las causas comunes y en su habilidad para inspirar acción colectiva.
La diferencia clave entre una autoridad y un líder radica en la legitimidad. Mientras que una autoridad puede obtener su posición a través de un proceso formal, ya sea por nombramiento o por elección, un líder genuino obtiene su legitimidad de la confianza que le depositan las personas y por la capacidad y vocación de trabajo que demuestra cada día. Este tipo de liderazgo se nota al instante y se va construyendo y afianzando con el paso del tiempo, sosteniéndose en la capacidad de influir positivamente en el comportamiento y las decisiones de los demás. Un líder es seguido no por obligación, sino por la inspiración que genera.
El reto para nuestras instituciones es combinar ambas cualidades: la autoridad y el liderazgo. Para que las instituciones funcionen correctamente y se genere un cambio sostenible, es crucial que quienes ocupan posiciones de autoridad no solo se limiten a ejercer el poder, a buscar recibir aplausos, a construir narrativas y a salir en medios y en fotos, sino que también se conviertan en líderes. Esto implica estar en sintonía con las necesidades de la gente, ser transparentes en la toma de decisiones y, sobre todo, tener una visión clara para el futuro. Líderes como estos son los que pueden transformar sociedades, ya que no se conforman con administrar el presente, sino que buscan construir un futuro mejor, no pensando en ellos y en su bienestar y en el de su círculo, sino pensando en la colectividad y comprendiendo para qué están en el cargo.
Es importante recordar que la historia nos ha mostrado que los grandes cambios sociales no siempre provienen de quienes ocupan cargos de autoridad, sino de aquellos líderes que, con o sin título, han sido capaces de movilizar a las masas hacia un objetivo común. La clave está en el liderazgo que se ejerce, no en el cargo que se ocupa. No todas las autoridades son líderes, y no todos los líderes llegan a ser autoridades.