El caso SENASA debe analizarse con rigor y sin estridencias. No es un episodio menor ni un simple expediente judicial: es una señal de alerta sobre fallas graves en los mecanismos de control del Estado, pero también una confirmación de que la justicia dominicana está actuando con independencia.
Las medidas de coerción impuestas por el tribunal —incluida la prisión preventiva por 18 meses en el Centro de Corrección y Rehabilitación Najayo contra Santiago Marcelo Hazim, así como contra otros seis imputados— evidencian la seriedad de las imputaciones y la magnitud del daño institucional bajo investigación. A ello se suman medidas de arresto domiciliario, garantías económicas e impedimentos de salida para otros involucrados, lo que confirma que el proceso judicial está siendo abordado con criterios diferenciados y conforme a derecho.
La inclusión de Santiago Hazim en este proceso judicial no debe interpretarse desde una óptica política, sino institucional. Precisamente ahí radica la relevancia del caso: la justicia actúa sin distinciones personales, jerárquicas ni vínculos previos, lo que refuerza la credibilidad del sistema y envía un mensaje claro sobre la vigencia del Estado de derecho.
Este expediente obliga a una reflexión necesaria: la corrupción no prospera únicamente por la acción de quienes la ejecutan, sino por la debilidad de los sistemas de supervisión, fiscalización y control interno. Cuando estos mecanismos fallan, incluso instituciones llamadas a proteger derechos esenciales, como la salud pública, quedan expuestas a prácticas irregulares.
Al mismo tiempo, el proceso confirma un elemento fundamental para la democracia dominicana: la independencia del Ministerio Público es real y operativa. La investigación, las imputaciones y las decisiones judiciales no responden a presiones del poder ni a coyunturas políticas, sino al curso normal de la justicia. Ese es un activo institucional que debe preservarse y fortalecerse.
La autonomía de la justicia no debilita al Estado; lo fortalece. Permite corregir desviaciones, sancionar responsabilidades y prevenir futuras irregularidades. Pretender que la transparencia daña la institucionalidad es un error: lo que verdaderamente la debilita es la opacidad y la ausencia de controles eficaces.
El caso SENASA debe servir, entonces, para dos aprendizajes fundamentales. Primero, que ningún sistema está blindado sin controles sólidos, auditorías oportunas y responsabilidades claramente definidas. Segundo, que cuando la justicia actúa sin interferencias, el Estado demuestra madurez democrática y compromiso con el interés público.
Más que buscar culpables políticos, el desafío ahora es fortalecer los mecanismos de control, corregir las debilidades detectadas y garantizar que situaciones como esta no se repitan. La justicia está cumpliendo su rol. Corresponde al Estado, en su conjunto, asegurar que la transparencia deje de ser reactiva y se convierta en una práctica permanente.



