Por Onofre Salvador Fulcar
Muchos salimos henchidos de sueños de los lugares de origen. Siempre será un proceso natural en el desarrollo normal de la especie humana, accionar que suele llevar hacia distintos puntos, donde se procura salir adelante por sí y por la familia. Así estudiamos, trabajamos, en fin, hacemos lo necesario para adquirir los bienes indispensables para vivir.
Esa partida, ineludible para todos aquellos que buscan horizontes cercanos o lejanos, se hace acompañar de alegría y tristeza, esto así por saber que en esa partida se visualizan cosas interesantes, pero también se van dejando atrás padres, hermanos o amigos que se quedan, produciéndose una especie de ruptura involuntaria.
El tiempo, el trato con otras personas y, la obligada ausencia, cambian los estilos de vida, aspectos que alcanzan mayor vigor con la creación de las nuevas familias, mismas que dan surgimiento a poderosos vínculos que lo transforman absolutamente todo.
Visto así parecería algo simple, al menos para algunos que se marchan dejando ver en sus comportamientos casi inhumanos, el olvido de sus raíces, observándose los casos de los que duran décadas sin volver al lugar donde nacieron o simplemente lo borran de su agenda y memoria.
Estoy haciendo inferencia de los casos que podríamos catalogar de extremos, dejando un espacio distinto al grupo que se aferra a los recuerdos, pero más que eso a visitar con cierta frecuencia la tierra donde llegaron a este mundo. Es cierto que no resulta muy cómodo, sentarse o acomodarse en el techo paterno, sobre todo cuando ya no están entre nosotros, sin embargo siempre habrá algo que nos invite a volver o pasar por allí, aunque de vez en cuando nos broten las lágrimas.
Tenemos la vinculación sanguínea, la amistad, algo a lo que no debemos renunciar, agregando la madre tierra, esa con la que hicimos causa común en los incomparables días de niñez y adolescencia. Por tanto, no merece que lancemos sobre la misma el odioso fardo del olvido, estampando nuestras huellas sin importar su cansancio por el paso de los años.
Enseñemos a la descendencia a querer el terruño de sus abuelos y padres, si es posible y las condiciones lo permiten, construyamos casitas aunque sea para vacaciones cortas. Una vez en ellas, nos estaríamos reencontrando con la verdadera esencia de la vida, valorando lo que nunca debe escaparse de lo más puro del sentimiento.
Volvamos a casa, renovemos la alianza recordando lo que se ha ido y abrazando lo que queda. Allí nos extrañan, no lo dudemos un segundo.